Una semblanza de Inés (para nuestros tiempos)

No existen los seres humanos fuera de su contexto. De hecho, los grandes seres humanos, mujeres y hombres de nuestro mundo y de nuestra historia, nos dicen algo, porque pertenecieron a su tiempo.

Son una palabra dicha oportunamente.

Sabiamente.

Luminosamente.

Cuando todo parecía que se desmoronaba, o que significaba una jugarreta. Un signo de mala suerte. Una contradicción.

Cada persona es una palabra que debiera decirse prudentemente. Con toda la luz y la fuerza de la vida, ofrecida en ese momento.

Es así.

Somos tiempo e historia.

Y pertenecemos a las historias que se entrelazan, que se vinculan, y se solidarizan en nuestro espíritu. Por eso, transitar hacia el pasado no es un despegue del presente, si no, más bien, una vuelta a las raíces para comprender lo que ahora somos.

Si se trata de evocar los primeros siglos de las comunidades cristianas, es para reconocerlas en su fuerza, en su valentía y en su coraje para vivir y para morir.

Es eso el significado de “mártir”.

Quiere decir: “testigo”.

Una declaración.

Un documento viviente.

Un reflejo de la luz, imposible de ocultar.

Eso fueron los testigos como Inés.

Ella, tan joven y tan fuerte.

Tan convencida y tan fiel.

Posiblemente los tiempos más crudos, los más adversos, hacen a la fuerza de los seres sin dobleces.

A las personas de palabra.

A las personas inquebrantables.

Inés, como tantos otros mártires de la iglesia primitiva, se jugaron el todo de sus existencias.

Sin miedos ni ataduras.

A los ojos de los oponentes, una locura.

Morir por cosas invisibles.

Morir y sufrir por tonterías.

Morir sin recompensa.

Y sin embargo, es eso el fin y el principio: la convicción de saber el valor infinito de la vida.

Las reflexiones de la historia de las civilizaciones indican que el poderío del imperio romano, que fracturó países, rediseñó mapas, extendió fronteras, impuso idiomas y costumbres, dominó pueblos y culturas, se vio minado lentamente por las comunidades cristianas. Como una amenaza invisible, el cristianismo de los primeros siglos de nuestra era fue el primer responsable de la caída irremediable de un poder casi absoluto.

Pensemos un segundo en esto: las comunidades cristianas, su fraternidad incuestionable, su solidaridad y convencimiento del derecho a creer en Jesús de Nazareth, Hijo de Dios, y Hermano de todos, indicaban un hecho revolucionario porque otorgaba la dignidad de la vida humana y su pertenencia a un nuevo orden social.

Inés, como tantas y tantos testigos de este mensaje liberador, hoy resignifican el qué y el para qué de nuestra razón de ser y hacer el mundo en el que vivimos.

Inés es nuestro hoy.

Por su testimonio, su pertenencia y su vida sin límites.

Por el derecho a vivir y creer en este mundo, a pesar de sus sombras y mezquindades.

Se trata de dar lo mejor, y ser luz, en medio de quienes no comprendan.

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